miércoles, 17 de septiembre de 2014

COMPARTIENDO: Inés Gallardo Grau. LA MUERTE CIENTÍFICA DE JESÚS

Un forense describe la tortura que llevó a la muerte a Jesús

El “análisis retrospectivo”, basado en testimonios y documentación de época, concluyó que recibió más de 300 latigazos. También que sobrevivió dos horas una vez crucificado y no fue una corona sino un casco tupido de espinas lo que llevó en la cabeza


El forense José Cabrera ha descrito las lesiones sufridas por Jesús de Nazaret desde el momento de su detención hasta su muerte en la cruz, analizando la documentación de la época y las improntas de la Sábana Santa, y ha recogido sus conclusiones en «CSI: Jesús de Nazaret. El crimen más injusto». 
Cabrera ha asegurado que ha elegido para su libro, publicado por Neverland Ediciones, ese título llamativo «para que la gente se acerque a descubrir la figura de Jesús» y conozca cómo fue su muerte desde un triple enfoque: forense, criminológico y judicial.

Aun sin cuerpo se puede efectuar un «análisis forense retrospectivo» basado en testimonios y documentación de la época, como los Evangelios y otros textos apócrifos, que no falsos sino no ortodoxos, y que fueron descartados en el Concilio de Nicea, y en las improntas de la Sábana Santa, cuyo valor «nadie ha desmentido», según el forense.

La documentación histórica romana establece que desde la detención hasta la muerte en la cruz de Jesús transcurrieron 24 horas, y que, una vez crucificado, sobrevivió dos horas, cuando algunos crucificados duraban incluso varios días, señal, según Cabrera, de la intensidad de las torturas previas de las que fue objeto.

Las punciones en todo el cuero cabelludo señalan que no fue una corona sino un casco tupido de espinas lo que llevó en la cabeza, espinos que, según Cabrera, los legionarios romanos no tuvieron que buscar, sino que tenían cerca porque eran los utilizados para prender el fuego, al igual que en algunas zonas de España se utilizan sarmientos.

La nariz la tenía fracturada por un golpe y el hombro derecho desollado por el peso del «patibulum» o palo corto de la cruz, cuyo peso era de entre 40 y 50 kilos, ya que no transportó toda la cruz -la parte grande permanecía clavada en el suelo, a la espera del crucificado-.

Los latigazos los recibió de un «flagelum» romano o látigo que partía de un palo o asidero y cuyas colas terminaban en bolas de plomo.

La ley prohibía golpear con este látigo en la cabeza o en otros órganos vitales para provocar sufrimiento pero no la muerte, de modo que Jesús, que recibió hasta 300 impactos de esas bolas de plomo -el triple de lo permitido en la ley judía-, ya llevaba varias costillas fracturadas en el momento de acarrear el «patibulum».

También se desolló ambas rodillas hasta la rótula por el efecto de las caídas y el peso del palo de la cruz.

Los clavos le atravesaron las muñecas pasando entre los huesos, mientras que para los pies, superpuestos, se empleó un solo clavo que entró por los empeines, donde el pie es más ancho.

Según Cabrera, habitualmente se ataba a los crucificados y los clavos, por ser muy caros, se reservaban para «ocasiones especiales».

El centurión de la guarnición romana, antes de abandonar el lugar del sacrificio, tenía la misión de asegurarse de que el crucificado estaba muerto para garantizar que nadie lo descolgaba con vida, por lo que en el caso de Jesús le atravesó el corazón clavando la lanza de abajo a arriba y de derecha a izquierda.

Y de la herida, según las Sagradas Escrituras, brotó agua y sangre -el agua era el suero que rodea el corazón cuando la agonía se prolonga durante horas, según Cabrera-.

El forense efectúa igualmente un análisis criminológico de los elementos que acompañaron las torturas y otro judicial de los «saltos» que se dieron en el proceso entre las dos leyes vigentes en Palestina, la romana y la judía, con la idea de perjudicar al reo.

«Pilatos, al final, no tuvo ningún elemento objetivo para condenar a Jesús, y lo condena por razones políticas», ha concluido.

Cabrera ha recordado que fue en el siglo XX, al papa Pío XII, al primero que un cirujano, Pierre Barbet, le describió estas lesiones y los sufrimientos que conllevan desde el punto de vista científico, y ha asegurado que el papa lloró al admitir: «No lo sabíamos, nadie nos lo había contado así».

Terrorífico. Dios nos perdone. Gracias Inés Gallardo Grau

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